Las calles de Imbabura se han llenado nuevamente de consignas y carteles improvisados. El detonante de la protesta no es solo el alza del combustible, sino la criminalización del descontento. Antonio, un joven ganadero de Cotacachi, resume el sentir general: “Yo me levanto todos los días a las 04:00 para ordeñar mis vacas… Con este precio del diésel ya no me conviene ni trabajar. ¿Eso es justicia?”. Su testimonio, como el de muchos otros, desmonta la narrativa oficial que acusa a los manifestantes de inactividad, cuando en realidad son la base de la cadena productiva nacional.
El alza del diésel (cuyo subsidio fue eliminado) se traduce en una escalada de costos que ahoga a los pequeños productores y comerciantes.
En Otavalo, centro artesanal, María, una artesana de 38 años, explicó el efecto dominó: el transporte de su mercadería subirá aproximadamente USD 30 por viaje. “Tengo que subir precios, pero los turistas ya no comprarán. Yo trabajo con mis manos, con mi tiempo, con mi vida”, afirmó, subrayando la paradoja de tener que elegir entre la venta a pérdida o la paralización de su negocio.
La protesta nace en la rutina diaria del campo. Don Manuel, agricultor de Zuleta de 54 años, explicó que la vida campesina es de «barro en las botas y manos partidas». Para ellos, el costo del diésel es el costo de sembrar, cosechar y llevar los productos al mercado. Organizaciones locales en Imbabura estiman que 7 de cada 10 familias campesinas dependen directamente de estas actividades que requieren transporte diario.
El Factor Racismo y la Dignidad en Redes Sociales
Más allá de la demanda económica, la movilización en Imbabura ha puesto al descubierto un profundo problema de racismo y discriminación. El joven indígena Pachay criticó en redes sociales la hipocresía de sectores urbanos que celebran la cultura indígena, pero «desprecian» a las mismas comunidades cuando estas ejercen su derecho a la protesta: “Son hipócritas que presumen de patria, pero olvidan que esta tierra fue construida por manos que hoy siguen siendo despreciadas”.
El sociólogo Jorge Torres refuerza esta idea, señalando la «contradicción más cruel» de una sociedad que honra las tradiciones indígenas en festividades como el Inti Raymi, pero recurre a «epítetos racistas» cuando ese mismo pueblo exige un trato digno y derechos.
La analista Alondra Enríquez advierte que el movimiento indígena, lejos de disiparse, está ganando terreno en la opinión pública. La protesta ya no solo denuncia el aumento de precios, sino también la urgencia de resultados en áreas críticas como seguridad, salud y empleo. Las movilizaciones en Imbabura, por tanto, son el reflejo de la angustia de cientos de familias que insisten: “No pedimos lujos, solo justicia”. Es una lucha por el derecho fundamental a vivir y trabajar con dignidad.